jueves, 14 de abril de 2011

Exclusivo: el capítulo perdido de "Inspector Martinuchi. El barroso caso del Cuco Moscuco"


TODO VIAJE ES DE IDA

Recién ahora que estoy en mi cama, y que puedo dormir tranquilo del lado derecho, sin temor a que el corazón me juegue una mala pasada, puedo despertarme, seguro de que puedo volver a dormirme cuando quiera y despertar tras haber dormido. Tomo, entonces, mi grabador sin temor, además, porque mi madre tuvo la previsión de comprarme uno nuevo. Es así que ahora estoy grabando, y cada tanto paro para escucharme, y sé que puedo hacer eso las veces que quiera, y que no ha de pasarme nada. Este es el testimonio del Inspector Martinuchi, el hombre que agarró al cuco por el cuello y le habló hasta dejarlo dormido. Un, dos, tres, graba. Un, dos, tres, graba. Grabando.
Cuando subí al avión que me llevó a Rusia, yo rebosaba de planes y estaba seguro que todo el ruso que había en mí iría a brotar, y que todo esto que estoy contando ahora lo escribiría en ruso: un gran libro en ruso, dedicado al relato de mis esfuerzos y victorias en la búsqueda del cuco. Pero, ya a bordo, y cuando se me fue dado hablar con la gente que tenía alrededor, me di cuenta de que no querían entenderme. O hacían que no me entendían, y yo quedaba, o, mejor dicho, me hacían quedar en ridículo. Y no sólo sucedía eso, sino algo peor: yo no les entendía una sola palabra a ellos. Hacían como que hablaban ruso, pero no, no era ruso. No tardé en darme cuenta de que no eran rusos, y de que el avión tampoco era ruso, y que me querían secuestrar para ser encerrado en una carcel secreta de su país. Ellos debían ser de un país eslavo, porque su idioma sonaba eslavo, o lo que inventaban como idioma sonaba como eslavo. Ahora lo veo más claro: si inventaban su idioma, también su país era inventado. Me querían hacer caer en una trampa, pero como verán más adelante, yo los embromé y me burlé de todos. Habían contratado a un detective para que me siga. Este tipo, cuyo nombre nunca me reveló, pero yo se que se llamaba Ricardo Gutiérrez, se hacía pasar por que hablaba castellano. En realidad, hablaba castellano y he aquí en donde este Ricardo Gutiérrez se traicionaba: el era indudablemente un argentino que fingía tener acento ruso, pero, cuando hablaba ruso, inventaba igual que los demás. Trataba de intoxicarme, o hacerme dormir, con caramelos que nunca comía. La comida que daban era un desastre, y no probé bocado en todo el vuelo. Me habrían secuestrado y hecho de mí un rehén, de no haber mediado una circunstancia fortuita. El avión, cuando estábamos sobrevolando el océano, fue secuestrado, tal vez por manos de un comando opuesto a los que me secuestraban a mí. Y este comando tenía por objetivo aterrizar en Rusia. Este contratiempo inesperado puso nervioso al pasaje y a la tripulación, pero en especial al detective Ricardo Gutiérrez, el cual trató de acelerar sus planes para desvanecerme o, a lo mejor, matarme. Porque el inspector Ricardo Gutiérrez se había dado cuenta de la naturaleza de mi misión y estaba decidido a acabarme. De paso, él y sus cómplices de a bordo consideraban que si me sacaban de encima, también podrían evitar un aterrizaje en la verdadera Rusia, y que los pondría a todos en descubierto. Lo más problable es que el pensase que yo era el jefe del comando contrario que ahora controlaba el avión. Sea como fuere, yo lo madrugué, y por su intermedio, a toda su banda  Mi estrategma consistió en hacerme el enfermo, --a lo mejor, afectado por las pócimas venenosas que Ricardo Gutiérrez me ofrecía y que el creía que yo aceptaba. Trato de recordar, para no no perderme ni un detalle y de este modo no equivocarme, porque el más mínimo error podría afectar la perfección de mi hazaña. Había un doctor, al cual Ricardo Rodríguez llamaba Evgueni. Ese doctor me atacó, o hizo que me atacó, porque era, como pude confirmar más tarde, un hombre que estaba de mi parte, y que debía llamarse Marcelo. Marcelo Pintos. Marcelo Pintos me apuntó al pecho con una pistola descargada, maniobra que ni siquiera sospechaba Ricardo Gutiérrez. Yo actué en consecuencia, y casi lo estrangulé, pero no recuerdo si le pedí disculpas o no. ¿Es importante esto para mis conclusiones? ¿Debiera acordarme esto con precisión? En algún momento se lo preguntaré a mi madre, o a alguno de mis dos padres. Pero no debo irme del tema: el avión comenzó un descenso violento, como si fuese a estrellarse pero en forma controlada. ¿Quién hubiera querido algo así? ¿Y por qué no nos matamos todos aquella vez? Descendimos en aterrizaje de emergencia y yo, aprovechando la confusión que había generado nuestra abrupta llegada, fui descendido en camilla y transportado hasta una sala de emergencia. Allí, un enfermero me reconoció, pero cuando le hablé en ruso se hizo el que no entendía lo que decía. Fue allí, porque no pudo haber sido en otro momento, que me levanté para ir al baño. Yo no sabía en dónde quedaba y vi una puerta abierta. Entré por ella y descubrí, entonces, que había entrado a una especie de antesala que daba a la calle.  Probé salir, y, en efecto, lo hice; qué frío que hacía. Pasó un taxi, lo tomé. Me dijo algo y yo le respondí: "a la capital". "¡Capital!", repitió Martín, y partió. Llegamos a Moskva a eso de las, de las, de las… ¿qué hora era? Había una luz tan rara, estaba todo tan blanco por la nieve, que me confundo. Me vestí, antes de descender del taxi, el abrigo de tela de frazada que me cosió mi madre. Tenía gran fe en él, estaba hecho en base a colchas uruguayas capaces, según me aseguraba mi mamá, "de derretir hasta un témpano o, incluso, al polo norte". El taxista me obligó a pagar. Me di cuenta de que eso era parte de la estrategia de desgaste que ponía en práctica Ricardo Gutiérrez. Respiré hondo, y le dí unos billetes. Parece que le gustaron, porque me ayudó con el bolso y me acomodó el sobretodo. Luego, me entregó una tarjeta:
Ya lo sé le respondí.
Me puse a caminar. El sobretodo pesaba. Pero eso no era nada, porque nevaba, y a medida que los copos se iban apoyando en la tela de mi abrigo, las propiedades derretidoras de la colcha uruguaya actuaban tal cual me lo había explicado mi madre. Pero había una fuerza, una fuerza contraria a mi, y aquí comencé a darme cuenta de que mi misión cobraba sentido: el sobretodo comenzó a absorber agua, y en una suerte de procedimiento a la inversa, el líquido volvía a congelarse, pero esta vez dentro mío. Comenzaron a dolerme los hombros, y yo sabía quién era el causante. Las rodillas, los pies, comenzaron a hincharse, y yo sabía cuál era su causa. Los ojos me ardían, soltaban lágrimas, me quemaba la nariz, y yo entendía de qué se trataba. Ví un hotel. Era un hotel, estoy seguro. Luego, tengo un blanco: ¿entré por mis propios medios o me entró una cuadrilla de obreros?
De allí paso a la sopa de pollo, muy rica, y, a decir verdad, muy comprensible, porquie me ayudó a salir de allí con mucha fuerza. Yo llevaba ahora un impermeable ruso, o imitación rusa. que reemplazaba a mi frazada genuina, la cuál había sido enviada a la tintorería. El dueño del hotel, a decir verdad, tomó mi prenda como garantía. En realidad quiero decir que se trató de una triquiñuela para quitármelo. Pero lo dejé hacer, porque yo ya debía pasar a la nueva etapa de mi misión. Se me secó la boca. Ya vuelvo.

El agua estaba demasiado fría. La heladera funciona mal y hace hielo por todos los rincones. Le pedí a González… tomé un baño caliente… tomé sopa de pollo… salí a buscar un mapa.   Sigamos. No, mejor sigo yo solo. Fui a buscar un mapa de Moscú, el famoso mapa que edita la empresa M R. K. K. Cuando divisé el quiosco de revistas en el cual yo esperaba comprarlo, el dueño del puesto también me vio. Estoy seguro, puedo poner mi mano sobre mi pecho, del lado del corazón, que este hombre estaba avisado de mi llegada. El hombre, cuyo nombre era Fernando, pero que se hacía pasar por un local, me recibió con los brazos abiertos. Deduje que, si me le acercaba demasiado, su próximo movimiento sería estrujarme hasta romperme los huesos. Opté, por lo tanto, guardar cierta distancia y me anuncié por escrito. Escribí en ruso clásico, según los conocimientos que pude adquirir en forma sorprendente, una nota en la cual expresaba mi deseo de comprar un mapa de Moscú. El hombre, por supuesto, no entendió y acercó hacia mí su rostro que de inmediato esquivé. Mi movimiento me condujo a enfocar mi mirada justo en pleno corazón de la zona en donde estaban ordenados buena cantidad de mapas. A lo mejor, Fernando no es malo y sólo pretende ayudarme porque se ha dado cuenta de que mi causa es buena. Entonces le sonreí y, señalando un ejemplar que mostraba en su portada el mausleo de Gregory Vassily Andreyev Inspektorov, pronuncié con mi mejor acento: "¡Moscú, Moscú, Moscú! Aquí Fernando volvió a mostrar su cara fea. Y mi desconfianza hacia él regresó tan veloz como mi intuición. Primero se hizo el que no comprendía; luego, cuando no le quedó otro remedio que entender, me lanzó una bofetada verbal:
Niet Moscú.
Estaba comenzando a congelarme. Mi lengua se iba trasformando en una barra de hielo, un pedazo de carne que apenas me permitía articular algún sonido. Hice un esfuerzo para balbucear:
¿Niet Moscú?
La expresiòn de Fernando se tornó aviesa, alzó los pómulos, al tiempo que apretaba los dientes, entornaba los ojos, fruncía el seño, llenaba de arrugas su frente, hacía temblar las aletas de la nariz y crispaba sus manos:
Niet, Moscú. Da Moskva.
Yo era un témpano de hielo. Tieso, blanco, flotante. Un témpano que no tardó en comenzar a derretirse, en virtud de unos calores que comenzaron a despertarse y a tomar forma en mis vísceras. Como un cachalote que emerge de las profundidades… como un Hércules que… me abalancé sobre los mapas. En un instante me di cuenta de que el quisko estaba dedicado sólo a mapas. Comencé a revolver, a buscar del derecho y del revés, una sola, aunque sea, una sola mensión a la ciudad de Moscú, la cual, hasta hace sólo unos minutos, yo creía haber estado pisando. En el estado en que yo me encontraba, me era cada vez  más difícil leer en ese alfabeto que, por otra parte, y luego se confirmaría, era falso. Sin embargo, oh Dios mío, una luz acudió a mí, a ayudarme. Entre todos esos papeles desperdigados, arrancados de sus ganchos, sin forma alguna, se evidenciaron unas palabras en letras blancas, impresas sobre fondo negro, escritas en castellano. Los ojos se me llenaron de lágrimas, y leí, leí: tan fácil, tan fluído, como el ruso mío que nadie entendía. Estas eran las palabras:
"No te fíes de lo que ves, no creas en esta Rusia, todo es una farsa preparada para confundirte, enredarte, hacerte dar vueltas y dejarte mareado. La respuesta que buscas la tienen las focas  Busca focas. Busca focas."
¡Ah! ¿Qué me importaba el quiosco ahora? Solté los cachivaches que tenía en la mano y me dirigí al zoológico. Yo sabía donde estaba pero no sabía cómo expresarlo. Llevaba conmigo una medallita que tenía acuñada en uno de sus caras un pingüino y de ella me valí. No todos entendieron, pero un hombre, sí, recibió mi mensaje y mi pedido y me llevó con su auto. Dio vueltas, aquí y allá, cargó nafta, compró cigarrillos, reanudó la marcha, se detuvo para ver si había una goma baja, me quiso convidar chocolate que no acepté. Por fin, no se como, apareció frente a nosotros el Zoológico, y su puerta en forma de arco. Le dije a mi chofer que, por supuesto, yo podía darme cuenta de que ese era el jardín zoológico, y que con un poco de tranquilidad lo hubiera encontrado sin problemas. El chofer, por toda respuesta, sacó de la guantera una petaca de vodka y me convidó. Yo, al tiempo que habría la puerta, le rechazaba el convite, "el que no entiende nada es usted", y descendí.
Leones, tigres blancos, osos, no tardé en encontrar las focas. Es más, una me estaba mirando y me hacía señas con el hocico. El resto, unas cinco, se veía, se lo sentía alborotado. Podía distinguir un par de cachorritos que decían con inequívocas señas "ahí viene el tío Martinuchi". El tío Martinuchi es bueno y quiere a sus sobrinos, "no traje reagalitos, foquitas, vine a Rusia sin dinero". La foquita más chiquita, Maximova, se alzó por entre sus hermanitos:
¡Tío Martinuchi! ¡Esto no es Rusia! ¡Es una Falsa Rusoviética que inventaron para atraparte y así evitar que…
¡Maximova! se oyó la voz admonitoria de su madre, Iridna.
Advertí gran alteración entre los miembros de mi familia de focas. Iridna se dirigió a mí:
Primo Martinuchi, la vida te ha honrado con el título de inspector…
Mi prima Iridna… mi prima Iridna transpiraba:
—…tus intuiciones son certezas, tus sueños son la realidad que funciona a pleno en tu mente, y has dado en el clavo una vez más, bien haz hecho en suponer que el responsable de todos los movimientos sospechosos del mundo, de todas las oscuridades traicioneras, de todo lo que no se puede ver porque está escondido…
Se me habían aflojado las piernas, y el calor que despedían mis pies por entre los resquicios de mis zapatos alcanzaban para derretir el hielo sobre el que pisaba:
¡Sí, el Cuco, el Cuco Moscuco!
¡Aaaaayyyy! (Ese fui yo).
No te lamentes, Primo Martinuchi, ¿justo ahora, que ya te acercaste a tu objetivo y él te ha atraído hacia él?".
Yo, creo, le contesté algo altisonante, según fui educado con respecto a las focas, y ellas me entonces me alentaron: "Martinuchi, tío, primo, sobrino vencedor de cucos, pariente de los perros de agua y de los perros de tierra: ¡canta tu canción más triste, que así el Cuco Moscuco no resistirá, e incluso se acercará a tí, y te abrazará y ¡no lo rechaces, por favor! te pedirá disculpas por los daños causados, y se disculpará por no poder indemnisarte, pero se esfumará, y este cuento se habrá acabado.
Las focas dijeron esto todas a la vez y agregaron "el mejor complemento para el investigador instrépido es la vitamina "E", don que abunda en el pez: come un balde de pescado,  nosotras te lo donamos".
Estaba por cumplir la voluntad de las focas, cuando un grupo de cazadores furtivos se hizo presente y comenzó a disparar. Quise escapar a nado, pero las focas me lo impidieron, "¡no lo hagas, el agua es una trampa! ¡salta la verja!", y salté la verja. Aquí siento que mis recuerdos se nublan, quizás se debe a alguna droga que me inocularon para sacarme información sin que yo me diese cuenta. La imagen se vuelve nítida en una situación totalmente diferente: estoy sentado a una mesa, en un salón oscuro, con una dama al lado mío, una suerte de princesa, o condesa, y le susurro a ella palabras de amor. Luego, siento una opresión en el corazón que me obliga a incorporarme y ponerme a cantar. Justa había un tablado, y un micrófono, y ella también cantaba, e hicimos un dúo. Yo hacía la voz grave, y ella por momentos callaba, entonces mi voz cambiaba el registro, se volvía aguda y enseguida bajaba, con toda naturalidad. Comprendí que ese era un momento decisivo en mi vida, y me esforcé en consecuencia, y me salió un canto que rompía el corazón. Pensé, ya está por venir, ya está por venir, y no venía, y mi canto se hacía más triste, pero no venía, no venía, y mi canto se fue destruyendo, hasta que ya no encontré más notas, y me tuve que ir.
Me recuerdo ahora, corriendo por una avenida, con el canto atragantado que volvía a apretarme el cuello, por fin llego a un parque y en una fuente, por entre las gotitas de agua, creo vislumbrar el perfil de Cuco Moscuco: el mismo perfil, los mismos razgos que yo, Inspector Martinuchi, en mi infancia, veía figurarse a través del chorro de la ducha, del bidet., en el chorro, de las canillas. Me vino un miedo pánico al agua, y no quería bañarme, y no quería lavarme las manos, e, incluso, a veces, me rehusaba a beber agua del grifo. Mi pobre madre nunca me entendió, hasta ahora, que se dio cuenta de todo, y me mandó a Rusia a que me enfrente a la verdad. Entonces, me recuerdo junto a la fuente, y el Cuco Moscuco que se manifiesta, y de mí comienza a salir el canto, con palabras largas y amasadas, algunas de ellas aplastadas porque eran demasiadas y todas no cabían, y se encimaban, se montaban una sobre la otra, pero el Cuco entendía y ya abría sus brazos, cuando, entonces, a mis espaldas, alguien pegó un grito espantoso. Casi caigo de bruces al agua, pero una fuerza me contuvo y me di vuelta para ver qué era: ¡y era yo! Yo estaba ahí, mejor dicho, estaba aquel que yo había sido. Debo explicarme de nuevo: frente a mí estaba un Inspector Martinuchi de trece años de edad, con los ojos transfigurados por el terror que le produjo el haber visto, tal como lo vi yo, a Cuco Moscuco. Seguro como estaba de que no era un espejismo sino la obra misma de mi canto de pecho, fui a su encuentro, pensando en los dichos de las focas, que predecían el arrepentimiento del Cuco, dichos que eran confirmados por los acontecimientos maravillosos que me tocaba contemplar. Como Inspector Martinuchi niño temblaba, el ofrecí un chocolate que el mismo tenía, pero no aceptó. Puse mis manos en sus hombros para confortarlo y le conté que ya no debía temer y le recordé su futuro: victorias del Inspector Martinuchi, honores al Inspector Martinuchi, puertas que se abren al Inspector Martinuchi, luces que se encienden en presencie del Inspector Martinuchi, aromas que se magnifican para el Inspector Martinuchi, porque, finalmente, el Cuco Moscuco ha abierto sus brazos, gracias a la sensibilidad del Inspector Martinuchi, sobrino de las focas, que supo cantar con emoción fuera de lo común las notas adecuadas. Ler mostré la foto de mamá y papá, y le conté del nuevo papá, y del casamiento secreto de mamá, gracias al cual mama´se dio cuenta de que debía enviarme a Moskva, y a Moskva y en Moskva renací. Martinuchi Niño no se sorprendió, dijo que todo eso él ya lo sospechaba, y me pidió le muestre las fotos. En eso, a lo lejos, se sintieron otra vez las voces de los cazadores furtivos y no me quedó otra salida que huír. Ya me habían advertido que en Rusia los cazadores de focas eran una plaga, y en esta falsa Rusia, en donde todo se duplica y se exagera, yo era confundido con una foca, porque me habían visto con ellas, y los falsos cazadores rusos no saben distinguir, Me escabullí, llevándome conmigo la sensación de que el triunfo estaba cerca, pero aún no alcanzado.

(Un trago de agua. Tengo la garganta como papel de lija. Continúo.)
Caminé casi a ciegas, o, mejor dicho, con los ojos cerrados, por una avenida que se antojpo premonitoria, y mis instintos me premiaron: allí, junto a una boca principal de subte, estaban el perro profeta Chiflanov y su padrino, el augur Ivanov. Ahora los recordaba, ahora los recordaba con claridad y no los recordaba hacía un minuto atrás. Ellos me reconocieron, me hicieron señas y me hicieron pasar a su tienda. "Martinuchi", me dijo Chiflanov, ni bien me acomodó en su alfombra, "bienvenido a la estación Victoria, la cual lleva su nombre en honor tuyo, porque aquí es que Martinuchi logró la rendición y redención de Cuco Moscuco, antiguo terror de los niños". "¿Ah, sí?", dije con los ojos abiertos, "¿y cómo va a ser eso?". Ivanov poso sus manos sobre mis hombros, "tu deriva ha terminado, Martinuchi, ya, ya no más, tus trabajos tendrán recompensa". "¿Sí, ya está?", aventuré, "casi, te queda todavía un trabajito más". Me enseñó lo que debía hacer para atraer hacia mí a Cuco Moscuco, al cual, en aquel momento, ya le pisaba los talones. Me dio un pañuelo para que me cubra la cabeza, y me dió instrucciones para acumular la mayor cantidad de monedas, que eran la debilidad de Moscuco, las cuales debía entregar a Chiflanov, el cual, provisto de u bandeja de plata, se haría cargo de los trámites subsiguientes. Hice mi trabajo con gran aplicación ,entregué las monedas a Chifanov e Ivanov, satisfecho, proclamó que era ocasión de festejar. E Ivanov convidó con torta de nueces, la cual comimos hasta la hartura. Y luego todos nos abrazamos, y besamos, y yo partí. Y a los pocos metros, sucedió. Quiso atropellarme, pero se arrepintió. El ya venía arrepentido. Se plantó frente a mí, y no me sorprendió que fuese Ricardo Rodríguez. A nadie puede sorprenderle que fuese Ricardo Rodríguez. Me felicité a mi mismo, pero me contuve de expresarlo.Se deshacía en atenciones, me invitó a comer, y, tras pagar la cuenta, y tras yo regresar del baño, me recibió con los brazos abiertos, y me dijo cuánto lo sentía, y de cuánto se arrepentía, y de cuánto me quería. "Ya estás libre, Martinuchi, ya estás libre, vuelve a casa con tu madre". Me acompañó al hotel, me ayudó a hacer las valijas, pagó la cuenta, me acompañó al aeropuerto y se despidió para siempre. Mientras nos abrazábamos, aproveché para poner en un bolsillo de su saco una bolsita que contenía bizcochos lamidos por Chiflanov.

Ahora yo estoy muy bien.
Fuera de esta carraspera, yo estoy muy bien.
Le dedico este triunfo a mis padres.
Ahora, estoy cansado, y voy a dormir panza abajo.
No, mejor, de costado.


David Wapner, Beer-Sheva, Israel, abril 2001 - agosto 2002

lunes, 5 de julio de 2010

La canción del tío de las focas (Dyadya Bylina pechat')

(Anónimo)

Leones, tigres blancos, osos,
no tardará en encontrarnos a las focas,
dyadya Martinuchi.

Nie, Moscú.
Da Moskva.
Nie, Moscú.
Da Moskva.

Hecho un témpano de hielo.
Tieso, blanco,

ahí llega dyadya Martinuchi

Como una ballena
que emerge en un arrollo
como un Hércules
que confundió su trabajo

ahí llega dyadya Martinuchi

Focas viejas,
jóvenes y niñas
le  enfocan con la trompa
y los cachorros
armaban  alboroto:

“ahí llega dyadya Martinuch
que vino a  esta “Rusia” sin dinero:
y por eso no nos compró regalos.

Pero llega Martinuchi congelado
y  el foquerío lo recibe
con aplausos y advertencias,

"¡Cuidado,
ten cuidado, dyadya,
que esta no es Rusia,
sino otra falsa que inventaron
para hacerte confundir,
girar como un trompo
enredarte, y dejarte mareado.”

Nie, Moscú. Da Moskva.
Nie, Moscú. Da Moskva.


Hecho un témpano de hielo.
Tieso, blanco, flotante:
llega  dyadya Martinuchi
para oír el discurso se las focas

“Martinuchi,
la vida te ha honrado
con el título de inspector
tus intuiciones son certezas,
tus sueños son la realidad
que funciona a pleno en tu mente,
y has dado en el clavo una vez más,
bien haz hecho en suponer
que el responsable
de todos los movimientos sospechosos del mundo,
de todas las oscuridades traicioneras,
de todo lo que no se puede ver
porque está escondido…”

Se  le aflojan a Martinuchi las piernas,
y el calor que despedían sus pies
por entre los resquicios de sus zapatos
alcanzan para derretir el hielo que pisa

“¡Sí, claro, el Cuco,
el Cuco Moscuco
Martinuchi,
dyadya, primo, sobrino
pariente de los perros de agua
y de los perros de tierra
escucha lo que te dicen las focas:
¡canta tu canción más triste,
que Moscuco no podrá resistir
e incluso se te habrá de acercar
y te abrazará
y te pedirá disculpas
por los daños causados,
y  por no poder indemnizarte,

Al fin, se esfumará,
¿pero, cuándo?
No se sabe.
Pero cuando suceda,
este cuento se habrá acabado.

Las focas cantaron esto a coro.
Y luego le regalaron  pescado,
pero justo cuando iba en busca del balde
llegaron los cazadores furtivos
y Martinuchi logró huir

Más tarde
dyadya cantó su canción más triste,
(se oyó en toda la falsa Moscú)
y de lo que vino después,
las focas ya no nos enteramos:
dicen que hay una novela famosa
que ha escrito David Wapner
de la cual, se comenta
al autor se le extravió el final.

Traducción: M. Davidovich Efrainov